

Estoy leyendo un libro llamado y profesorado inclusivo, y al leer los fragmentos sobre inclusión educativa, no puedo evitar sentir una cierta incomodidad. El texto ofrece una definición formal y teóricamente bien construida, basada en Parrilla (2002), que habla de participación, de derechos y de respeto por la diversidad. Y aunque coincido con estos principios, siento que algo esencial queda fuera de la realidad.
Desde mi experiencia como licenciado en Educación Especial, y como ciudadano, observo que muchas veces la inclusión educativa se queda en el discurso. Se redactan leyes, se escriben manuales, se repiten eslóganes como educación para todos, pero ¿qué pasa en el aula?
¿Qué ocurre con los recursos que no legan, con docentes que no han sido formados para trabajar con la diversidad, con escuelas que no están preparadas ni física ni emocionalmente para acoger a todos?
Lo que más me llama la atención del texto es cómo plantea que el entorno debe modificarse para aceptar como un igual a la persona con discapacidad. Me pregunto: ¿por qué seguimos hablando de aceptación?
¿No debería tratarse de reconocimiento, de justicia? Cuando hablamos de aceptar, aún mantenemos una relación de poder, como si alguien tuviera que autorizar la entrada del otro. Esto me lleva a pensar que, muchas veces, lo que llamamos inclusión es, en realidad, una forma más sutil de exclusión.
Sin embargo, me alegra ver que hoy muchas personas con discapacidad han decidido alzar la voz, sin miedo al rechazo, compartiendo sus vivencias y sus luchas. Porque si hablamos de inclusión y no las incluimos, es como planear una fiesta sin invitar al homenajeado.
Desde una mirada crítica, creo que la inclusión real no puede limitarse a adaptar el entorno. Requiere una transformación profunda de las estructuras, de las mentalidades y, sobre todo, de las relaciones de poder que atraviesan la escuela.
En definitiva, el texto me deja con una sensación ambigua: por un lado, gusto que se hable de inclusión; por otro, me preocupa que seamos atrapados en lo teórico, sin cuestionar con suficiente fuerza la distancia que nos separa de una verdadera educación inclusiva, viva y transformadora.
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